1.
La Virgen – Éxodo 3,3-8
Desde los tiempos antiguos la Iglesia ha buscado, entre las páginas de
la Escritura, imágenes y símbolos que pudieran ayudar a los creyentes a
acercarse al gran misterio de la virginidad fecunda de María. ¡De una mujer que
fuera al mismo tiempo virgen y madre, nunca se había oído hablar en la tierra! ¿Cómo
imaginar el milagro? ¿Cómo describirlo?
Una de las imágenes preferidas de los Padres de la Iglesia para presentar esta
realidad es aquella de la zarza ardiente, en la cual el Señor se reveló a
Moisés en el Horeb.
El Patriarca de Antioquía Severo (siglo VI), en una homilía afirma:
“Cuando dirijo la mirada a la Virgen Madre de Dios e intento esbozar un
sencillo pensamiento sobre ella, desde el inicio me parece escuchar una voz que
viene de Dios y que me grita al oído: ‘¡No te acerques! ¡Quítate las sandalias de los
pies, porque el lugar donde estás es tierra santa!’. Acercarse a ella es como acercarse
a una tierra santa y llegar al Cielo”. Cierto, como dirá Ambrosio: ‘María no es
el Dios del templo sino el templo de Dios’. Por tanto, no debemos, como Moisés,
acercarnos a ella calzados porque en su vientre está Dios que se revela y lo
hace en el modo más cercano y transparente, revistiendo la carne del hombre.
Un himno mariano del siglo VII, se dirige a
María así: “Tú eres la zarza vista por Moisés en medio de las llamas y que no
se consumía, la cual es el Hijo de del Señor. Él vino y habitó en tus entrañas
y el fuego de su divinidad no consumió tu carne. ¡Intercede por nosotros, oh
Santa! La virginidad perfecta de María, en efecto, que no consiste en absoluto
en la renuncia a amar, sino en la disponibilidad a amar y a dejarse amar sin
medida, permite a Dios en persona hacer morada en ella: el Hijo viene, por
tanto, a habitar en su vientre y, toda su persona, su cuerpo, su inteligencia y
su voluntad, son envueltas y compenetradas por el fuego del Espíritu Santo.
María, así, está delante de nuestros ojos como la zarza ardiente está delante
de los ojos de Moisés: sobre ella desciende el fuego teofánico y en ella Yahveh
se hace presente y se experimenta.
La zarza arde en miles de páginas marianas como signo de la virginidad y de la maternidad de
María. Incluso, el arte hereda la simbología. Así, como a menudo, es verdad que
sobre la cima del arbusto en llamas del Horeb se representa a Dios Padre, en el
retablo de Nicolás Froment (1475), de la Catedral de Aix, en Provence, está
María con el Niño y aparece sobre la copa del arbusto envuelto en llamas. De
frente a este maravilloso espectáculo, estamos invitadas a contemplar, a orar y
a imitar.
1.
Me
ponto en la presencia de Dios. Imagino que me encuentro dentro de la escena,
cerca de Moisés frente a la zarza y expreso al Padre el deseo de contemplar e
imitar la virginidad fecunda de María ahí prefigurada.
2. Invoco la ayuda del Espíritu Santo
repitiendo lentamente esta (u otra) oración: “Espíritu Santo, siembra en
mí el árbol de la verdadera vida, que es María. Riégalo y cultívalo para que
crezca, florezca y produzca abundantes frutos de vida. Espíritu Santo, hazme
profundamente devota y bien dispuesta hacia tu divina esposa María. Hazme
confiar en su amor materno y pronta para recordar su misericordia. Con su
colaboración forma en mí a Jesucristo viviente, grande y fuerte, maduro y
perfecto en su edad. Amén” (San Luis Grignon
de Montfort).
3. Leo lentamente el texto de Éxodo 3,3-8. Me detengo en tres puntos:
-el asombro y la llamada (vv. 3-4): ¿Qué provoca mi asombro frente a
la virginidad fecunda de María? Hoy el Señor me llama por el nombre también a mí,
para que me acerca a ella.
-el despojo y la presencia (vv. 5-6): ¿Cuáles sandalias debo
quitarme para poderme acercar a la presencia de Dios en María? A través de ella
Dios se revela también a mí como aquel que está siempre presente en mi vida y
en la vida de quienes amo.
-el sufrimiento y la promesa (vv. 7-8): Dios se hace hombre en el
vientre de María porque escucha el sufrimiento de sus hijos y quiere salvarlos.
¿De cuáles sufrimientos me habla hoy Dios a través de María? ¿De cuáles
promesas me quiere hacer partícipe?
5.
Termino la oración con un coloquio, corazón a corazón, con María: le expreso
mis sentimientos, dudas, fatigas sobre el misterio de su y de mi virginidad y
fecundidad.
6. Padre Nuestro.
Después
de haber terminado la oración, me detengo a reflexionar un poco: ¿Qué me ha
sugerido el Espíritu en la oración? ¿Me ha animado? ¿Me ha invitado a dar un
paso de conversión? ¿Cómo pienso corresponder al don recibo en la oración?
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