8. La Mujer del Espíritu– Hech. 1,12-14
Los rostros de
María en la Escritura
La última noticia que los evangelios nos dan de María remite a la escena
del Calvario. En esa noche trágica María había bajado de aquella colina de
Jerusalén con las otras mujeres y con el discípulo que Jesús amaba, después
puso el cadáver del hijo en el sepulcro. Desde este momento en adelante los
evangelios sobre ella callan. No se dice nada de ella después de la
resurrección. No obstante, muchos santos y santas a lo largo de la historia de
la Iglesia, siguiendo los indicios de los evangelios apócrifos, han imaginado
que Jesús resucitado se le apareció antes que a todos a la Madre, en secreto,
para consolar su corazón traspasado a los pies de la Cruz. Más allá de esta
reconstrucción hipotética, la relación entre María y el Resucitado se encuentra
dentro de la comunidad apostólica, en la cual, ella es Madre, como ha querido
Jesús en la cruz. De la escena descrita en los Hechos de los Apóstoles 1,
12-14, que tiene como telón de fondo la casa y el “piso superior” del Cenáculo,
nacerá la invocación litánica destinada a María “Reina de los apóstoles”, o
aquella otra, presente en un himno anónimo del siglo IV: “Alegría de los
apóstoles”.
En la habitación de Nazaret, en el día de la Anunciación, María había ya
vivido su propio Pentecostés. Ella conocía personalmente, y no de oídas como
los apóstoles que habían oído solo habar a Jesús, el poder del Espíritu. Ella
sabía cómo aquel “dedo de la mano de Dios” puede transformar profundamente la
vida de aquellos o aquellas que lo acogen con plena disponibilidad.
Probablemente es por esto que Jesús ha hecho de ella la Madre de la Iglesia
naciente. El elemento fundamental que Lucas quiere señalar, en la narración de
los Hechos, es aquel de la oración: un tema muy querido para él, tanto así que
en su evangelio María, con su capacidad de conservar en el corazón la palabra y
la espera paciente de su pleno desarrollo, es el modelo de la perfecta orante
dentro de la primera asamblea eclesial. Por lo tanto, en este título, María
está presente en el cenáculo: es su experiencia del Espíritu y de la oración
asidua que la hace maestra de los apóstoles.
El cenáculo, además de la sede del don del Espíritu Santo, de la
reconciliación sacramental (Jn 20, 22-23) y del sacerdocio ministerial, es
sobre todo el símbolo de la Eucaristía, habiendo sido el lugar de la última
cena. Existe, por tanto, una conexión estrecha entre el culto mariano y la
eucaristía, de la cual don Bosco estaba profundamente consciente, basta pensar
en el “sueño de las dos columnas”. Aunque los evangelistas ignoran la presencia
de María en la última cena, tenemos el testimonio de su presencia en los
apóstoles en el cenáculo. En esta luz María nos presenta a su Hijo en la
eucaristía, signo permanente de su “estar con nosotros”.
Para orar con la Palabra (Hech. 1, 12-14)
1.
Me pongo en la presencia de Dios. Imagino que me encuentro dentro de
la escena, con María y los apóstoles en el cenáculo y pido al Padre la gracia
de aprender de María a esperar y acoger el don del Espíritu.
2. Invoco la ayuda del Espíritu
Santo repitiendo lentamente esta (u otra) oración:
“Espíritu
Santo, amor del Padre y del Hijo, ven a mi corazón y libera en mí la fuerza y
la dulzura de tu amor. Tú, que has transformado a los discípulos en apóstoles,
infunde en mí su mismo ardor misionero, su misma capacidad de comunión
fraterna, su misma docilidad a tu soplo. Te lo pido por intercesión de María.
Amén.
3.
Leo lentamente el texto Hech. 1, 12-14. Me
detengo en tres puntos:
-el cenáculo (v. 13): es el lugar en el cual el Resucitado se hace
presente en el don del Espíritu y en el partir el pan. Para ingresar es necesario “subir”.
También yo estoy
invitada: ¿En mi vida cotidiana existe algo que me impide “subir” al cenáculo?
-la oración (v. 14): los apóstoles son perseverantes y unidos en la
oración, en espera de la manifestación del Señor. ¿Qué esperamos y pedimos en nuestra oración
comunitaria?
-la compañía de María (v. 14): María está siempre presente en la
comunidad. Busco los signos de su presencia en mi comunidad y renuevo mi acto
de confianza en ella.
4. Concluyo la oración con un coloquio
de corazón a corazón con María: comparto con ella mi experiencia de oración y
le pido que me haga partícipe de la suya.
5. Padre
Nuestro.
Después
de haber concluido la oración, me detengo a reflexionar un poco: ¿Qué me ha
sugerido el Espíritu en la oración? ¿Me ha animado y confirmado? ¿Me ha
invitado a dar un paso de conversión? ¿Cómo pienso corresponder al don
recibido en la oración?
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