9. La mujer vestida de sol – Apocalipsis 12,1-6
Los rostros de
María en la Escritura
El Apocalipsis es un texto de lucha, marcado por la sangre de la
historia, pero es también una obra de contemplación envuelta en un halo de luz
de la cual emerge el jubiloso fin de la historia, cuando toda lágrima será
enjugada y la muerte habrá desaparecido para siempre (21,14). El texto
pertenece al género “apocalíptico”, rico de símbolos misteriosos y de signos
grandiosos y atemorizantes. El autor del texto, no obstante, lo define como
“profecía” (1,3; 22,7.19), que en el lenguaje bíblico es sobre todo
interpretación de los signos de los tiempos presentes y llamado de fidelidad en
el momento presente. La intención del texto, por tanto, es aquella de ayudarnos
a vivir con esperanza, a ser optimistas sin ignorar el sufrimiento, en la
certeza que el maligno no tiene más poder sobre nosotros y que el universo está
en las manos de Dios Padre, que se toma el cuidado incansablemente de sus
creaturas.
En el capítulo 12, ciertamente una de las páginas más notables del
Apocalipsis, aparece una figura misteriosa: la mujer vestida de esplendor, que
está para dar a luz frente al dragón, que espera para devorar al niño (cfr. Ct
6,10). La tradición de la Iglesia ha visto en esta mujer alternativamente a la
persona de María y la personificación del pueblo de Dios, de Israel y de la
Iglesia. El nacimiento del Mesías, en efecto, se ha realizado y se actualiza
continuamente, en cada creyente como en María, a través de la encarnación de la
Palabra y la acción del Espíritu. Esta mujer misteriosa, por tanto, es ante
todo la Mujer por excelencia, la Madre, la Esposa, la Reina: en ella
contemplamos, como en Judith, en Ester, en la Esposa del Cántico, sea la
belleza de María como la grandeza de aquello que cada mujer está llamada a ser,
en la medida en la cual se hace colaboradora de Dios, para la salvación del
mundo. Cada una de nosotras está llamada a ser esta mujer en el hoy de la
Iglesia.
En el nacimiento mesiánico descrito en esta página, no nos encontramos frente
al nacimiento de Belén, sino a aquella mañana de Pascua. Los dolores de parto
corresponden a aquellos del Calvario, donde toda la Creación ha sido renovada
en el parto de la Cruz, en el cual han sido implicados, cada uno a su modo, sea
Jesús como María. El Hijo de la mujer, por tanto, no es solo el Cristo. En
aquel niño está representados todos aquellos que, renacidos en el Bautismo, se
han convertido en hijos de Dios, hijos de la Iglesia e hijos de María. La huida
de la mujer al desierto es una especie de nuevo éxodo. El desierto, en efecto,
es lugar de intimidad y de protección divina: después de la Pascua del Señor,
se ha abierto el tiempo de la Iglesia, tiempo de persecuciones, en las cuales,
sin embargo, no viene jamás a faltar el pan de la vida, de la Palabra y de la
Eucaristía.
1.
Me pongo en la presencia de Dios. Imagino que me encuentro dentro de
la escena, frente a la mujer y al dragón y pido al Padre la gracia de poderme reflejar
en ella.
2. Invoco la ayuda del Espíritu
Santo repitiendo lentamente esta (u otra) oración:
“¡Espíritu Santo, vida de mi vida, ven a
inundarme con tu luz divina! Enséñame a reconocer en mi cotidiano los signos de
los tiempos. Haz que la Palabra pueda tomar carne en mí, como en María. Haz que
también yo pueda colaborar en la Iglesia generando hijos e hijas para Dios.
Amén”.
3. Leo lentamente el texto de
Apocalipsis 12,1-6. Me detengo en tres puntos:
-el sol y la luna (v. 1): la luz del sol es la verdad de Dios, mientras
la luna puede representar la ambigüedad de la creatura, siempre tentada al
egoísmo, a replegarse en sí misma. Me pongo bajo la mirada de Dios, que ilumina
la verdad de mi ser y me ayuda a pisotear la ambigüedad que hay en mí.
-los dolores del parto y el dragón (vv. 2-4): la mujer grita por el
dolor, pero no se lamenta, ¡sabe que está para dar a luz un hijo de Dios! Por
esto, ¡el dragón está enfurecido! En este momento de mi vida ¿qué puedo ofrecer
al Padre para que lo una al sacrificio de Jesús en la lógica del da mihi animas?
-el niño y el desierto (vv. 5-6): el niño y la mujer son trasladados
rápidamente. Contemplo en la historia de mi vida el cuidado de Dios y sus
intervenciones de salvación, para crecer en la certeza que Él hace todo para
que ninguno se pierda.
5.
Concluyo la oración con un coloquio corazón a corazón con María: le confío a
Ella aquello que, en mi trabajo apostólico, me provoca cansancio o miedo y pido
la gracia de poder participar de su valentía y de su fecundidad materna.
6. Padre Nuestro.
Después
de haber concluido la oración, me detengo a reflexionar un poco: ¿Qué me ha
sugerido el Espíritu en la oración? ¿Me ha animado y confirmado? ¿Me ha
invitado a dar un paso de conversión? ¿Cómo pienso corresponder al don
recibido en la oración?
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