venerdì 20 novembre 2015

2. Disponibilidad sin Lìmites


"Virgen María, Madre de Jesús y Madre nuestra, nosotras nos entregamos a ti para poder vivir
totalmente disponibles a Dios para la redención del mundo."
El inicio del acto de entrega confiada nos sitúa ante el amplio horizonte de nuestra misión: colaborar con Dios en la redención del mundo. Cada mañana, se nos invita a ponernos enseguida en el lugar que Dios nos ha preparado: al lado de Maria, a los pies de la cruz. Es a los pies de la cruz donde María se convierte en nuestra Madre (Jn 19,26-27). También a  los pies de la cruz nuestro regazo virgen se vuelve fecundo por el don de Dios.  
La cruz es el momento culminante de la misión de Jesús: en la cruz es donde lleva a cabo su obra. Todo lo que la precede - la encarnación, la predicación, las curaciones - es una preparación para la cruz. Lo que la sigue - la resurrección, la venida del Espíritu Santo y el nacimiento de la Iglesia - es fruto de su entrega sin condiciones. Desde la cruz Jesús extiende el abrazo misericordioso del Padre a toda la humanidad, a los que están cerca y a los alejados, venciendo de una vez por todas a la muerte y abriendo a todos la puerta del Cielo (cfr. Deus caritas est 12).  
Las primeras FMA nos han transmitido a menudo el recuerdo del gesto con el que la madre Mazzarello “en las conferencias y en las buenas noches, e incluso durante los recreos, les hablaba con frecuencia del amor y de la Pasión de nuestro Señor, animándolas a amarlo y a hacerlo amar, y a sufrir todo por su amor […] Tomaba en sus manos el crucifijo que llevaba colgado al cuello, y, señalando con el dedo la imagen de Jesús, decía: "Él aquí – después, dándole la vuelta y señalando la Cruz - y nosotras aquí". Así hacía comprender sensiblemente que se debía vivir crucificadas con nuestro Señor" (Maccono II, 119). Permanecer en íntima comunión con el Crucificado es el camino seguro para vivir nuestra acción educativa sin perder de vista que en el centro de nuestra vocación está la invitación a colaborar en la redención. Lo mismo deseaba para nosotras Don Bosco, cuando, en las Constituciones de 1885, nos invitaba a ser lo que tenemos que ser, "es decir, esposas de Jesucristo Crucificado e hijas de María Auxiliadora" (XVIII, 1).  
Serenidad del corazón y fecundidad pastoral nacen las dos de una profunda comunión de sentimientos e intenciones con Jesús: solo si estamos unidas a Él "las cargas se hacen ligeras, las fatigas suaves, las espinas se convierten en dulzura... Pero debéis venceros a vosotras mismas, si no, todo se hace insufrible y las malas tendencias, como pústulas, resurgirán en vuestro corazón" (L 22,21). Este es el proyecto de vida que hemos abrazado en nuestra Profesión, con mucho entusiasmo y, quizás, con un poco de inconsciencia. Tampoco María sabía, en su casita de Nazaret, que su sí la llevaría al Calvario, pero a lo largo de toda la vida no se cansó nunca de perseverar en la fe, acogiendo, momento por momento, las alegrías y los dolores en que se sentía implicada por Jesús. 
En nuestra vida cotidiana, muchas pequeñas o grandes ocasiones de completar en nuestra carne "lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia.", (Col 1,24), corren el riesgo de ser desperdiciadas porque el Señor no nos encuentra dispuestas  a recibir de sus manos ni una sola espina de su corona. A veces imaginamos que podemos morir mártires por la fe, pero no somos capaces de aceptar un imprevisto que deshace nuestros planes…  

Un pequeño "ejercicio espiritual" para renovar concretamente la disponibilidad a colaborar en la redención del mundo: en la oración de la mañana le ofrezco al Señor, con la ayuda de María, la disponibilidad a aceptar con amor - sin perder la paciencia, sin rebelarme - las pequeñas o grandes espinas que se presentarán a lo largo del día. Por la noche, al hacer el examen de conciencia, revisaré si lo he cumplido.  

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