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noviembre. La FMA ora con María y como María (Const. 37 y 39)
Con y como María, la Virgen en escucha
En el bautismo hemos sido hechas hijas de Dios, injertadas en la vida
de la comunión Trinitaria. Desde aquel momento “el Espíritu Santo ora en nosotros,
intercede con insistencia por nosotros y nos invita a darle espacio...” (Const.
37). El Espíritu Santo es el amor que fluye entre el Padre y el Hijo y que
fluye también dentro de nosotras. De esta linfa vital, depende toda la
fecundidad de nuestra vida. La joven María Mazzarello, en la viña donde
trabajaba su familia, veía cada año realizada la verdad de esta Palabra: “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el
sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así
tampoco vosotros si no permanecéis en mí” (Jn 15,4).
Pero, el espejo
perfecto donde contemplar esta verdad, ciertamente es María, la joven mujer de Nazaret.
La imaginamos comprometida en muchos quehaceres de la casa, en el tejer
relaciones en la familia y en el pueblo. Ciertamente conocía la Escritura, pero
su belleza más grande radicaba en la capacidad de dejar a Dios el permiso de
cumplir en ella Su proyecto. María era capaz de un discernimiento interior que
le permitía reconocer la voz de Dios entre las tantas voces que escuchaba en
torno a sí y de entregarse a Él con confianza total.
Nosotras también estamos invitadas: “En el silencio de todo nuestro ser, como María, la Virgen oyente” a
dejarnos penetrar por la fuerza del Espíritu y a permitir a Dios que haga
nuestra vida verdaderamente fecunda. Estamos, cada día, invitadas a entrar en
este diálogo interior con el Señor, ya que, si el sarmiento se corta de la vid,
en otoño no dará uva y no se podrá tener el vino, o sea, el don de la comunión.
La linfa vital, que pasa a través de la cepa, el amor que pasa entre el Padre y
el Hijo, es aquella misma vida que ha penetrado en María de Nazaret, y en
tantas de nuestras hermanas, haciéndolas mujeres fecundas. María ha vivido
desde el inicio según Dios, poniendo al centro la relación con Él, sin buscar
de afirmarse a sí misma y llevar adelante los propios proyectos. Su “SÍ”
al Señor es acogida confiada y total. Continuamos invocándola para que nos
obtenga el don de poder encontrar con confianza nuestro puesto en Dios. Si
hacemos nuestra su actitud, la Palabra que meditamos cotidianamente podrá tomar
“Rostro” también en nuestra vida. Seremos también nosotras tejedoras del Cuerpo
de Cristo, como María, que en aquel mosaico está representada mientras escucha
la Palabra (el rótulo a sus espaldas) y en las manos tiene un ovillo de lana
roja (la carne del Hijo de Dios tejida en su seno).
María ha sido fecundada por el Espíritu que habitaba dentro de ella.
No ha sido ella quien “hizo algo por Dios”. Sencillamente ha escuchado con todo
su ser la voz de Dios y ha acogido Su proyecto. María es Virgen primero,
durante y después del parto. La intervención de Dios no la ha herido, sino que
la ha exaltado, haciéndola madre.
Si queremos escuchar la voz de Dios, que respeta de modo absoluto
nuestra libertad y no nos fuerza jamás a escuchar, es indispensable hacernos
siempre más capaces de habitar tiempos de soledad y de silencio. Solo así
podemos entrar en el diálogo interior con el Señor. Meditando la Palabra, es
importante recordar que la Palabra no es un libro, sino una Persona. Por tanto,
lo más importante no es “qué dice” la Palabra, sino “quién es para mí”. La
Palabra está llena del Espíritu Santo, que da la vida, el Espíritu que me hace
hija del Padre. La Palabra es el Rostro del Padre, porque es el Hijo. Los
Padres de la Iglesia afirman que la Palabra se abre a la persona que ora, como
un amigo se abre delante del amigo: si tenemos miedo de Dios, o si lo buscamos
solo por interés, estos sentimientos serán obstáculo en el encuentro. En vez,
cuando entre mí y la Palabra fluye el amor, como entre el Esposo y la Esposa,
la Palabra se abre, se entreabre y me introduce en la intimidad del Padre. En
la liturgia se nos acerca a la Palabra también con el cuerpo: el leccionario es
levantado, besado y luego colocado. Así, durante la meditación, es bueno
dirigir a la Palabra algún gesto de veneración, hacer preguntas, expresar
gratitud. Poco a poco iremos entrando en un diálogo confiado, la Palabra inicia
a entreabrirse para nosotras. El encuentro auténtico, afectuoso, profundo con
la Palabra nos lleva paulatinamente a avanzar en el proceso de configuración con
Cristo, refuerza la comunión fraterna y reaviva nuestro impulso misionero.
Ejercicio Espiritual
1. ¡Con María renuevo mi entrega a Dios, en
total confianza, sabiendo que con el bautismo el Padre me ha hecho su hija,
entregándome gratuitamente la “dignidad” más alta a la cual un ser humano pueda
aspirar! Con humildad acojo las mediaciones que me ayudan a comprender el
proyecto que Dios tiene sobre mí.
2. En la oración de cada día custodio dentro de mí
un espacio de intimidad con el Esposo. Me abro a su deseo de hacerme siempre
más virgen y madre. Es un proceso en el cual, más que el esfuerzo personal,
aquello que cuenta es la confianza y la acogida de la vida nueva que me viene
donada por el Espíritu.
3. En la vida comunitaria y pastoral, busco dar la
prioridad a las opciones que “generen virginalmente a los hijos de Dios”. Con
gran respeto para cada persona que se me ha confiado, busco ser sencillamente
“obstétrica” que ayuda a los hermanos y a las hermanas a encontrarse con Él.
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