María, Mujer peregrina que camina guiada por el Espírito
Santo”.
María ícono de la Iglesia peregrina
Sr. Maria Ko Ha Fong
En los
evangelios una de las características de Jesús que se percibe con claridad es
su estar “en camino”. Él nace en el camino, desde pequeño debe viajar para
refugiarse en un país extranjero, en los años de predicación cambia de lugar
con facilidad, pasando de una ciudad a otra, de lugares desiertos a las plazas,
de la casa a la sinagoga, de las calles al campo, de la riva del mar a la
montaña: cuando se acerca “la hora de pasar de este mundo al Padre” (Jn 13,1)
toma “la firme decisión de ponerse en camino hacia Jerusalén” (Lc 9,51). En
fin, muere descubierto, al culmine de un via
crucis. Él mismo es “la vía” (Jn 14,6). Con un “sígueme” atrae a muchos a
ponerse en camino junto a él: también después de su muerte, sus discípulos
vienen reconocidos come “aquellos de la vía” (Hch 9,2). Pedro acogió bien la
identidad del maestro cuando anunció con esta frase sintética: “Dios consagró
con Espíritu Santo y potencia Jesús de Nazareth, el cual pasó beneficiando y
sanando a todos” (Hch 10,38). La imagen que ha fascinando a los primeros
convertidos al cristianismo es aquella de un Jesús que camina guiado por el
Espíritu Santo y haciendo el bien por donde pasa.
La Biblia es
un libro lleno de caminos y de viajes, la historia de Dios y de la humanidad es
un encuentro dinámico entre salir y llegar, ir y venir, partir y regresar,
entre éxodo y adviento. El caminar de María se coloca en este movimento, en
este sistema de encuentro divino-humano, siempre abierto al improviso, a la
sorpresa y a la novedad, pero siempre guiado por el viento del Espíritu. El
evangelio sobre María, de hecho, se abre con la pequeña ciudad de Nazareth y se
cierra con la ciudad de Jerusalén. Los dos lugares son como el espiral donde la
tierra se abre al cielo, come el trampolín donde la casa abre la puerta a un camino.
En las dos irrumpe la “potencia del Altísimo”. En la primera el Espíritu
desciende silenciosamente como “sombra que cubre” (Lc 1,35), en la segunda el mismo Espíritu se hace presente a través de
un “fragor de viento impetuoso” (Hch 2,1). Hay un especie de “inclusión
pneumatológica” maravillosa. De un lugar al otro se desarrolla la gran aventura
no solo de María, sino de toda la humanidad que camina al encuentro de un Dios
soprendente.
Sabemos que
en los evangelios los fragmentos explícitos concernientes a la madre de Jesús
son pocos, y sus palabras aún más escasas, apenas seis: con excepción del canto
del Magnificat sus palabras se
limitan a una frase. Sin embargo son textos de una extraordinaria densidad y
colocados en puntos cardinales de la historia de la salvezza. La imagen bíblica
de María tiene para mí, de nacionalidad china, algo similar a una pintura en
seda que tiene características típicas: pocas pinceladas, mucho espacio en
blanco, colores tenues, contornos no definidos totalmente, sujetos simples y
sin pretensiones, atmósfera de un sagrado silencio. Las pocas pinceladas caen armoniosamente
en lugares apropiados y dan energía; gracias a ellas también el espacio blanco
toma un denso significado. Toda la obra invita a trascender, a lanzarse hacia
el infinito, a expiar el misterio, a hacer experiencia del más allá, a
dilatarse en lo más hermoso. Los pocos fragmentos evangélicos sobre María
forman, con todo el espacio blanco que los circundan, un todo armónico,
dinámico, fascinante. De Maria numquam satis: no solo el hablar de María
es insaciable, sino también la contemplación de los pocos elementos evangélicos
sobre María no tienen tampoco fin. Las reflexiones que propongo aquí son fruto
de una de las infinitas contemplaciones de esta bella obra de Dios, una
contemplación hecha también un poco con el ojo femenino y asiático, e incluso,
con un corazón salesiano. Son articulados en siete puntos.
1. Del
«quomodo fiet» al «fiat»
Contemplamos
a María en el momento en que recibe al improviso el anuncio del ángel. Al
mensaje sorprendente de Gabriel la respuesta de María no se convierte en
instantánea e irreflexiva. Su primera reacción es aquella del turbarse, típica
de quien es consciente de encontrarse de frente a algo que lo trasciende
infinitamente, a una novedad a la cual no es capaz de acoger de una vez el
sentido. Se trata de una duda que viene no de la incredulidad, sino del estupor
de frente a la desproporción entre la grandeza de la propuesta y la limitación
efectiva de la capacidad de realizarla. Es la actitud del humilde y del
reflexivo, de quien es conciente de la propria pequeñez y si acerca al misterio
con timidez y discreción, atento a penetrar el sentido. Es el sentimiento del
pobre que sabe maravillarse de fronte a los dones gratuitos.
La segunda
reacción de María es una objeción. María invoca luz: Quomodo fiet istud?
(“¿Cómo sucederá esto?”) y manifiesta el dilema de su querer responder, pero
sin saber cómo. Ella pregunta a Dios qué cosa deberá hacer para estar en grado
de obedecer. El espíritu de María es como aquel del salmista cuando rezaba a
Dios diciendo: “Hazme conocer la vía de tus preceptos y yo meditaré tus
maravillas” (Sal 119,27).
Después que
el ángel le aseguró que es el Espíritu quien dilata su pequeñez, la potencia y
la engrandece, María acepta con plena disponibilidad, pasando así del quomodo
fiet, “como sucederá”, al fiat, “se cumpla”. El fiat de María,
como aquel enseñado por Jesús en el Padre
nuestro- “Se haga tu voluntad en el cielo como en la tierra” (Mt 6,10)- es
una abandono confiado y un deseo gozoso de realizar la voluntad de Dios. Con su
fiat ella recapitula en sí todo el
grupo de desobedientes en la fe del Antiguo Testamento e inaugura el nuevo
pueblo, pronto a escuchar la voz de Dios que ahora, en la plenitud de tiempo
habla por medio del Hijo.
La dinámica
del camino interior de María resulta todavía más clara si se toma en
consideración el hecho narrado en Lucas entre las dos anunciaciones: a Zacarías
(1, 5-22) y a María (1, 26-38). Zacarías, anciano y estimado, sacerdote, hombre
justo, representante ideal de la religiosidad judía, encuentra el ángel en
Jerusalén, en el templo, durante el culto. Hombre santo, lugar santo, tiempo
santo: todo resalta la sacralidad y la solemnidad del evento. María, en cambio,
una desconocida muchacha de Nazareth, ciudad despreciada, de donde no podría
venir nada bueno (cf. Jn 1,46), encuentra el ángel en la simple cotidianidad
doméstica. Pero Dios cambia las posiciones. El ángel entra “donde ella”: es
María, en realidad, el templo del Altísimo. Ella “ha encontrado gracia delante
de Dios”, el don divino llega a ella gratuitmente, no a causa de su observancia
de la ley o en respuesta a su oración, como en el caso de Zacarías. También la
conclusión de estos fragmentos es diversa: Zacarías se encierra en su mudismo,
se aisla, porque no acoge con todo el corazón el diseño de Dios y no se deja
transformar con pasión, por eso no puede ni hablar. María, en cambio, cree; se
abre a colaborar con Dio en la salvación del mundo. En la tradición
iconográfica María es representada como la platytera (del griego más amplia), la pequeñez que hospeda el infinito. Aquel che los cielos no
pueden contener toma dimora en su seno. Es el Espíritu que la hace “amplia”, la
fecunda, la llena de gracia, la recarga de dinamismo y pasión. Esto se ve en el
hecho de que al episodio de la anunciación sigue aquel de la visitación. Por
eso la expresión: “el ángel la dejó”, y sigue inmediatamente: María «se puso en
viaje de prisa” (Lc 1,38-39).
2. «Caminar de
prisa» y «conservar todo en el corazón»
La prisa del
camino hacia Ain Karim como también la disponibilidad en la boda a Caná,
muestran el estilo activo, intraprendente, creativo de María. Su ir rápidamente
es imagen de la Iglesia misionera que de una vez después de Pentecostés,
revestida del Espíritu Santo se pone en camino para difundir la buena nueva
hasta los últimos confines de la tierra. Pablo conosce bien esta experiencia:
“Es el amor de Cristo que lo empuja” (2 Cor 5,14).
María no
mira las distancias, los posibles peligros, no calcula el tiempo, no mide la
fatiga. El ardor en el corazón le pone alas a sus pies. Ella se siente motivada
por aquel Dios que lleva dentro. Su caminar no es solo un movimiento externo:
es una ir en el Señor, partir desde él, un viajar llevándolo dentro de sí. Es
la fuerza interior que mueve, dirige, circunda y da sentido a la acción
exterior: es el silencio que madura la palabra. Ella une la contemplación en el
encuentro con el misterio a la concreta acción de la experiencia del servicio,
funde en armonía el más grande viaje frente a Dios, y el más grande realismo
frente al mundo y a la historia.
A la
solicitud y al trabajo externo corresponde una actividad viva internamente.
María “conserva todas las cosas en el corazón” (Lc 2, 19.51). Lucas ha querido
resaltar la actitud reflexiva y sabia de María frente al misterio repitiendo
esta frase dos veces. Es una expresión que abre profundas espirales en la vida
interior de María. Ella, Virgen sabia, Virgen de la escucha, es una mujer del
corazón grande, capaz de conservar las “grandes cosas” operadas por parte de
Dios en ella en la historia, capaz de hacer memoria de las maravillas de Dios,
capaz de relacionar dentro de sí el pasado con el presente, transformando todo
en semilla de futuro. Ella no entiende de una vez todo, sin embargo hospeda
todo en su corazón, se abre al misterio dejándose envolver y respetando los
ritmos de la revelación histórica de Dios.
Jesús
enseñará este actitud reflexiva de María a sus discípulos: “Pero yo les digo
estas cosas para cuando sucedan, recuerden que se las he dicho” (Jn 16,14). “La
semilla que cae en tierra buena son aquellos que después de haber escuchado la
palabra con corazón bueno y perfecto, la ciudan y producen frutos con su
perseverancia” (Lc 8, 15).
Los discípulos
de Jesús deben aprender de María, Maestra sabia, el secreto de la unificación
vital entre interioridad y actividad, entre ser y hacer, entre creer y operar,
entre oración y trabajo, entre memoria y creatividad, entre concentración y
difusión de la palabra de Dios, entre “conservar todo en el corazón” y “caminar
de prisa”, entre acoger el dono de Dios y el hacerse dono de Dios para los
demás.
3. «Ver un signo» y «ser signo»
María parte
de Nazareth y se pone en camino detrás de un “signo” recibido del ángel: “Mira
Isabel, tu pariente, que en su vejez ha concebido un hijo” (Lc 1, 36). En la
modesta casa del sacerdote Zacarías, la anciana Isabel espera el hijo, don de
una gracia sorprendente. Este hecho debe ser para María una prueba de la
potencia de Dios para quien “nada es imposible” (Lc 1, 37)
Cuando Sara,
mujer de Abraham, reía incrédula en su interior ante la imposibilidad de dar a
luz un hijo en su vejez, el Señor le hace esta pregunta: “¿Hay algo imposible
para el Señor?” (Gn 18, 14). Isaías invita al pueblo cansado por el sufrimiento
a confiar que en Dios todo se puede: “No es tan corta la mano del Señor para no
salvar, ni duro es su oído para no escuchar” (Is 59, 1).
María camina hacia la montaña animada por la confianza en Dios. Como se
dirá después en el canto gozoso del Magnificat, el Señor es para ella
“Salvador”, “Omnipotente”, un Dios que “se recuerda de su misericordia” y
dándola “de generación en generación sobre aquellos que lo temen” (Lc 1, 47.
49-50).
La confianza de María esta reforzada por el “signo” que Dios le ha
ofrecido, pero en realidad, ella misma es un signo de Dios dado a la humanidad,
“un signo de esperanza y de consolación” (Lumen
Gentium 68). María, de hecho, señala la aurora que precede el surgir del
sol, señala el inicio de la salvación en la historia, señala “la plenitud del
tiempo” (Gal 4,4). Mientras Isaac, el hijo de Sara, y Juan, el hijo de Isabel,
llevan el mensaje que Dios lo puede todo, el hijo de María es el Dios que lo
puede todo, el Dios omnipotente que se hace hombre débil y escondido.
En el camino de fe de María, hay una circularidad entre el descubrir el
signo de Dios en los otros y el ser signo de Dios para los otros. Se trata de
la marvillosa solidaridad entre los creyentes. El encuentro de María con Isabel
revela el esplendor de su belleza.
María e
Isabel: dos mujeres en camino hacia el futuro del fruto de su seno, dos mujeres
que cuidan dentro de sí un misterio inefable, un milagro estupendo. La
consciencia de ser objeto de una particular predilección de parte de Dios las
une, la misión común de colaborar con Dios para un proyecto grandioso las
entusiasma y las hace proclamar en bendición y en canto de acción de gracias,
la experiencia de la maternidad prodigiosa las hace solidarias. El prodigio de
Dios en Isabel es para María un “signo” que la ayuda a pronunciar su fiat;
el prodigio de Dios en María es “signo” para Isabel, un signo que suscita en
ella un confesión de fe. Así las dos mujeres son, una para la otra, lugar donde
descubren a Dios, epifanía de su grandeza y motivo por el cual alabarlo y
agradecerle. Reconociéndose recíprocamente “signos” de Dios, su comunicación,
densa de intuición y de intensidad profunda, permeada por el respeto al
misterio, se hace bendición, se hace canto y poesía. El paralelo recíproco hace
surgir la profecía común, animada por la fuerza del Espíritu. Juntas, las dos,
llegan a ser signo de la solidaridad de Dios con toda la humanidad.
4. Del fiat al magnificat
Mientras
María recorre de prisa las vías tortuosas de la montaña, dentro de ella surge
un itinerario interior de fe que va más allá de la adhesión dócil del fiat a
la explosión gozosa del Magnificat, del ser visitada por Dios al ser visita de Dios para los demás.
Subiendo la
montaña María siente de no estar sola. El Hijo de Dios está presente, escondido
en ella. El saludo del ángel en Nazareth “el Señor está contigo”, que María
había fatigado a comprender, ahora se hace experiencia real y convicción profunda.
María, Madre del Dios-con-nosotros es
ahora el arca de la nueva alianza, la nueva dimora de Dios, nueva transparencia
de la presencia divina entre los hombres, nuevo motivo de gozo para todos.
Con su
caminar por las vías incómodas para llegar a casa del otro, María inaugura el
estilo de Dios, el estilo del “salir”, el estilo del servicio, de la kenosis,
de la solidariedad hacia quien tiene necesidad. En ella el Dios encarnado se
hace el Dios que entra en la trama humana y llena la esfera del cotidiano. La
salvación adquire tonalidad doméstica: “Hoy debo entrar en tu casa”, “Hoy la
salvación ha entrado en esta casa” (Lc 19, 5.9): aquello que Jesús dirá más
tarde en el encuentro con Zaqueo es de algún modo realidad anticipada por medio
de María.
María lleva
gozo y esperanza. Desde Galilea a Judea ella recorre el mismo tramo de camino
que más tarde hará Jesús. Caminando de prisa por los montes, ella evoca el
célebre texto profético: “¡Cómo son hermosos sobre los montes los pies del
mensajero que anuncia la buena noticia..!” (Is 52, 7). La buena noticia llevada
por María emana gozo contagioso, hace exhaltar un niño en el seno materno, hace
feliz a dos ancianos: “Los jóvenes y los viejos gozarán. Yo cambiaré su
tristeza en gozo, los consolaré y los haré felices” (Jer 31, 13). Los niños que
nacen y los ancianos que llegan a una plenitud de vida se encuentran y se unen
alabando a Dios “amante de la vida” (Sap 113, 9).
A lo largo
de toda la vida de María se continúa a multiplicar y a difundir por todo el
gozo puro del cual ella es inundada, aquel gozo que viene del saludo del ángel:
“¡Alégrate María!” y ha hecho más íntimo y profundo su fiat. Al
nacimiento de Jesús este gozo se expande a los pastores de Belén a través del
anuncio del ángel: “Les anuncio una grande alegría, que será para todo el
pueblo” (Lc 2, 10). Llevando Jesús en el templo María aún hace alegrarse al
anciano Simón y a la profetisa Ana. En Caná, el gozo no falta en el banquete de
la boda gracias a la intercesión de María ante su Hijo. A María, portadora de
la Buena Nueva y madre del Dios del gozo, se podría aplicar la palabra del
salmista: “Tu pasaje deja abundancia… todo canta y grita de gozo” (Sal 65,
12-14). Del fiat al magnificat se convierte en itinerario ejemplar de cada cristiano que cumple su
peregrinación de la fe pasando de la adhesión inicial al proyecto de Dios al
pleno gozo de la belleza de este proyecto, a través de una gradual “subida”: el
servicio, la gradualidad del cotidiano, el ir con solicitud hacia quien tiene
necesidad, el encuentro de amistad, el esfuerzo misionero en el llevar a Jesús
a casa de los demás, el anunciar la buena nueva con gozo suscitando el gozo de
salvación en la juventud que se abre a la vida.
5. «Envolverlo en pañales» y «buscarlo con ansia»
En el
fragmento del nacimiento de Jesús Lucas reporta el gesto delicado de María:
“Dió a luz su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo puso en el pesebre”
(Lc 2, 7). Es un gesto simple que denota todo el afecto materno y respetuoso de
María hacia este pequeño niño que es el hijo de Dios e hijo suyo. El ángel que
anuncia la buena nueva del nacimiento del niño a los pastores les dará esto
como signo: “encontrarán un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”
(Lc 2,13). Veinte siglos han pasado y todavía hoy en nuestras escenas
natalicias el niño se presenta con este signo del amor de la madre.
En Belén
María, junto a José se encuentra rodeada en este misterio, escondido desde
siglos en la mente de Dios y ahora haciéndose realidad delante de sus ojos: “El
Verbo se hizo carne y vino a habitar entre nosotros” (Jn 1, 14). María y José
son los primeros testimonios de este nacimiento, esto ocurre en condiciones
humildes y pobres, primer paso de aquella “kenosis” (cf Fil 2, 5-8) que el Hijo
de Dios libremente escoge para la salvación de toda la humanidad. Y este niño
es confidado al ciudado y a la educación de ellos. El verdadero amor de la
madre, expresado en el momento del nacimiento, acompañará al hijo en cada fase
de la vida.
El largo
período de la vida escondida en Nazareth durante el cual Jesús se prepara a su
misión mesiánica, es resumido en Lucas con pocas palabras. Él narra un solo
episodio de la vida de Jesús adolescente: aquel de la Pascua en Jerusalén,
cuando Jesús tenía doce años. La narración es enmarcada por dos versículos que
resaltan la idea del crecimiento de Jesús: “El niño crecía y se fortalecía,
lleno de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él” (Lc 2, 40). “Jesús crecía
en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 2, 52). El
viaje de Jesús a la ciudad santa a los doce años señala una etapa del
crecimiento de Jesús: es la anticipación de otro viaje a Jerusalén, que
culminará en su Pascua.
El episodio
señala también el crecimiento de la madre. Encontrado Jesús en el templo
después de tres días, María le pregunta: “Hijo, ¿Por qué nos has hecho esto? Tu
padre y yo, preocupados, te buscábamos?” (Lc 2, 48). En el “por qué” de María
está el resumen de tantos por qué de la humanidad de frente al Dios misterioso:
su ansia indica la angustia de tantas personas que buscan con fatiga a
Dios. A la pregunta de la madre, Jesús
da por respuesta otras dos preguntas: “¿Por qué me buscaban? ¿No saben que debo
ocupare de las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49). Él tiene un “deber” en el diseño
del Padre: con su crecimiento en edad y en sabiduría él crece sobre todo en la
consciencia de su misión. También María debe crecer en la acogida de la
identidad de Jesús -este hijo que ella ha envuelto en pañales en su nacimiento
no es solo su hijo- y crece siendo consciente de ser también ella depósito del
misterio de Dios; lo sabía desde el momento del anuncio del ángel, pero ahora
aparece más vivo y real, al mismo tiempo, más duro y más incomprensible. Junto
a su Hijo también María tiene un “deber” en relación a las cosas del Padre.
Madre e Hijo crecen juntos en el recíproco sostén para realizar el diseño del
Padre.
6. Del fiat al facite
María llega
a ser Madre de Dios porque ha “creído en que se cumplirían las palabras del
Señor” (Lc 1, 45): es la interpretación del fiat de María hecho por
Isabel bajo la inspiración del Espíritu Santo. A ella hace eco Agustín cuando
dice: “María, llena de fede, concibió a Cristo antes en el corazón que en su
seno”. A la plenitud de gracia de parte de Dios corresponde la plenitud de fe
de parte de María.
Abandonada
en Dios completamente, empeñada en ir avanzando constantemente en la
“peregrinación de la fe”, María se ha sintonizado lenta y profundamente con
Dios. Por su viva fe ella llega a una fuerte armonía con él, a un acostumbrarse
del todo a la esfera divina, llega a tener una profunda intuición del
pensamiento de Dios, a saber discernir espontáneamente su voluntad, a sentir
palpitar dentro de sí el corazón de Dios. La carta a los Hebreos, elogiando la
fe de los antepasados de Isarael, dice de Moisés que vivió “como si viera el
invisible” (Heb 11, 27). Así mismo, Pablo tuvo un grado de unión con Cristo de
poder decir “No soy yo quien vivo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,
20), afirma sin retórica y sin vanagloria: “Nosotros tenemos el pensamiento de
Cristo” (1 Cor 2, 16). Todo esto puede ser dicho de María. En Caná de Galilea
la encontramos así, simple, discreta, confiada junto a su Hijo, segura de ser
escuchada porque íntimamente sintonizaba con él.
En Caná
María reviste un rol profétio. Es “portavoz de la voluntad de Dios, indica
aquellas exigencias que deben ser satisfechas hasta que la potencia salvífica
del Mesías pueda manifestarse” (Redemptoris
Mater 12). Las dos palabras pronunciadas por María en Caná: “No tienen
vino” (Jn 2, 3) y “Hagan lo que él les diga” (Jn 2, 5) ponen en evidencia esta
dimensión. María lee en profundidad la historia humana, individualiza los
problemas todavía escondidos, recoge los gemidos que aún no se han verbalizado,
acoge el sufrimiento todavía sin nombre. Ella descubre el nudo esencial del
caos y lo presenta a su Hijo, el único que lo puede desenredar (Es la imagen
que al Papa Francisco le gusta tanto: María que deshata los nudos, puede
encontrar un fundamento bíblico aquí). Es quien prepara a los siervos a la
acogida de la ayuda divina con una indicación segura.
“Hagan lo
que él les diga” es una de las pocas expresiones pronunciaas por María en el
Evangelio, la única dirigida a los hombres, que por eso, con razón, viene
considerada “el mandamiento de la Virgen”. Es también su última palabra
registrada en el Evangelio, casi un “testamento espiritual”. Después de esto
María no hablará más, ha dicho lo esencial abriendo los corazones a Jesús, él
solo tiene “palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). En esta expresión de María se
perciben los ecos de la fórmula de la alianza sinaítica. A conclusión de la alianza
el pueblo promete: “Aquello que el Señor ha dicho, nosotros lo haremos” (Ex 19,8;
24, 3.7; Dt 5,27). María no solo personifica Israel obediente a la alianza, sino que también ella
induce a la obediencia, ahora no ya a la alianza, sino a Jesús, de quien toma
inicio una nueva alianza y un nuevo pueblo. Esto emerge con mayor evidencia si
se lee esta palabra de María en paralelo con las últimas palabras de Jesús
resucitado en el Evangelio de Mateo: “Hagan discípulos a todos los pueblos…
enseñandoles a observar todo aquello que les he mandado” (Mt 28, 19).
María
conduce a seguir a Jesús, a obedecer su palabra y a consideraro come referencia
absoluta. María ayuda a formar la comunidad nueva de Jesús, mejor dicho, ayuda
a Jesús a tener amigos en el sentido que Él mismo ha dicho: “Ustedes son mis
amigos si hacen lo que yo les mando” (Jn 15,14).
El “Hagan lo
que él les diga” pronunciado por María no es una invitación teórica, abstracta,
sino es una exhortación madurada por la experiencia personal. La palabra llega
al corazón y a la vida del interlocutor solo si viene del corazón y de la vida
de quien habla. María, experta en la confianza en la palabra de Dios, ahora
puede ayudar a otros a hacer lo mismo. Su fe es contagiosa: el fiat vivido por ella en profundidad se convierte
en un facite convincente dirigido a los demás.
Del fiat al facite: solo una profunda armonía con Dios y una sabia comprensión
de la realidad del mundo pueden dar eficiencia a nuestras palabras y acciones.
El facite con el cual ayudamos a los demás, en particular a los jóvenes,
debe salir siempre del nuestro fiat personal de encuentro con Dios.
7. Del «Concebirás un hijo» a «He ahí a tu hijo»
María, la Theotókos,
la Madre de Dios, es la epifanía de uno de los misterios, de las paradojas
más altas del cristianismo, de las sorpresas del amor más desconcertantes de Dios
hechas a la humanidad. La experiencia única y prodigiosa de generar en la carne
el Autor de la vida ha llenado de estupor a la misma María. Su Magnificat es,
de hecho, toda una exclamación de maravilla y de gozo: “Grandes cosas ha hecho
en mí el Omnipotente”. Isabel, se relaciona con ese mismo estupor, y la llama
“madre de mi Señor”. La Iglesia reconoce en este misterio el primero y
fundamental dogma de María y por los siglos lo contempla en la liturgia. Un
antiguo responsorio de Navidad exclama así: “Aquello que los cielos no pueden
contener, ha venido en tus entrañas, hecho hombre”. Ni el razonamiento
conceptual, ni los himnos y ni las poesías, ni los sonidos y ni la música, ni
los colores y ni el arte pueden agotar la gradeza de este misterio.
El ser madre
para María no es una identidad estática que se adquiere una vez y para siempre.
En su “peregrinación de la fe” ella ha hecho un camino de crecimiento y de
maduración en su maternidad viviendo toda la gama de sentimientos maternos.
Está la espera silenciosa en contemplar la lenta revelación del secreto dentro
de sí, el gozo íntimo en su nacimiento y el dulce amor hacia el hijo nacido, la
satisfacción y la valentía al presentarlo a los pastores y a los magos. Está el
dolor de la fuga y del exilio para proteger y salvar la vida de aquel que es la
Vida del mundo. Está la dulzura de la intimidad en los años de Nazareth. Está
la experienia difícil y desconcertante de la pérdida de Jesús en el templo. También
en el curso de la vida pública de Jesús la unión de la madre con el hijo
continúa desarrollándose y profundizándose. Con sobriedad y discresión María
está presente “no como una madre celosa en su propio Hijo divino, sino como una
mujer que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo y
en la cual su función materna se dilató, asumiendo en el Calvario dimensiones
universales” (Marialis cultus 37).
Como la
“peregrinación de la fe” culmina para María en el evento pascual del Hijo, así
también su camino de maternidad. Juan Pablo II habla de una “nueva maternidad
de María” que es “fruto del nuevo amor” que maduró en ella definitivamente a
los pies de la cruz, mediante su participación al amor redentivo del Hijo” (Redemptoris Mater 23). Ya Agustín hablaba
en modo análogo reflexionando sobre María: Madre no solo de la Cabeza, sino
también de los miembros del cuerpo místico de Jesús generados desde su muerte
redentiva. Levantado en la cruz, el Hijo de María se revela “el primogénito
entre muchos hermanos” (Rm 8,29); en torno a él se reunirán en unidad todos
“los hijos dispersos de Dios” (Jn 11, 52), y María se descubre madre de una
multitud de hijos. Es Jesús quien se los confía. En Nazareth María había
iniciado su camino de maternidad aceptando el proyecto misterioso de Dios:
“Concebirás un Hijo”; ahora es este Hijo quien le propone una nueva maternidad
universal. En Caná, María se había puesto en medio haciendo la mediadora entre
su Hijo y los hombres, ahora es su Hijo quien hace de mediador entre ella y los
hombres diciéndole: “¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!”. El fragmento de Juan
termina: “Y desde aquel momento el
discípuo la recibió en su casa” (Jn 19, 27). Desde aquel momento, entra la
humanidad redenta que acoge a la Madre, María acoge cada hijo confiado
personalmente por su Hijo y lo introduce en su corazón materno para siempre.
Después de
la ascensión de Jesús Ella ejercita su maternidad realizando la voluntad de su
Hijo. Lucas nos ofrece un bellísimo fragmento al inicio de los Hechos: después
de la ascensión de Jesús los once apóstoles regresaron a Jerusalén en espera del Espíritu
Santo prometido y “eran asiduos y concordes en la oración, junto con algunas
mujeres y con María, la madre de Jesús y con los hermanos de él” (Hch 1, 14).
Lucas entiende poner en luz la continuidad entre el Jesús histórico, nacido por
obra del Espíritu Santo con la colaboración de María, y el nacimiento de la
Iglesia por obra del mismo Espíritu y con la misma colaboración de María.
Aquella, que ha concebido el Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo, ahora
“concibe” el cuerpo místico de su Hijo en la acogida del Espíritu. La Madre, que
ha acompañado a Jesús en su camino terreno, ahora acompaña a la Iglesia en su
peregrinaje en el mundo y en la historia.
Conclusión
Asociar la
“peregrinación” de María a nuestra experiencia salesiana es una cosa espontánea.
En la preparación de esta propuesta de reflexión emergían continuamente en mi
mente evocaciones de la vida de Don Bosco, de Madre Mazzarello y de tantos
hermanos y hermanas de la Familia Salesiana. La sintonía entre el espíritu de
María y el espíritu salesiano es fuerte y no puede ser diversamente, dado que
María es la Madre e la Maestra de la Familia Salesiana. No tento aquí de
ilustrar una comparación por temor de renovar la belleza armónica, y espero que
las palabras dichas no invadan demasiado aquel espacio blanco, espacio lleno de
potencialidad, de estupor, de descubrimintos, de impulso y de renovada
pasión.
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