venerdì 12 febbraio 2016

María, Mujer peregrina que camina guiada por el Espírito Santo”.

María, Mujer peregrina que camina guiada por el Espírito Santo”.
María ícono de la Iglesia peregrina

 


Sr. Maria Ko Ha Fong

En los evangelios una de las características de Jesús que se percibe con claridad es su estar “en camino”. Él nace en el camino, desde pequeño debe viajar para refugiarse en un país extranjero, en los años de predicación cambia de lugar con facilidad, pasando de una ciudad a otra, de lugares desiertos a las plazas, de la casa a la sinagoga, de las calles al campo, de la riva del mar a la montaña: cuando se acerca “la hora de pasar de este mundo al Padre” (Jn 13,1) toma “la firme decisión de ponerse en camino hacia Jerusalén” (Lc 9,51). En fin, muere descubierto, al culmine de un via crucis. Él mismo es “la vía” (Jn 14,6). Con un “sígueme” atrae a muchos a ponerse en camino junto a él: también después de su muerte, sus discípulos vienen reconocidos come “aquellos de la vía” (Hch 9,2). Pedro acogió bien la identidad del maestro cuando anunció con esta frase sintética: “Dios consagró con Espíritu Santo y potencia Jesús de Nazareth, el cual pasó beneficiando y sanando a todos” (Hch 10,38). La imagen que ha fascinando a los primeros convertidos al cristianismo es aquella de un Jesús que camina guiado por el Espíritu Santo y haciendo el bien por donde pasa.
Su madre se asemeja en esto. La imagen de María en camino emerge nítida en los evangelios y siempre ha sido fecunda de reflexión a lo largo de la historia de la Iglesia. María se encuentra en camino; sale, camina, cambia de lugar mucho más que las mujeres de su tiempo. Sus movimientos entre Nazareth, Ain Karim, Belén, Jerusalén, Egipto son acompañados de un dinamismo interiore bien intenso. Toda su vida es un camino, una “peregrinación de la fe” (Lumen Gentium 58). La mariología conciliar resalta esta “peregrinación” de María, reconociendo en ella un modelo permanente para toda la Iglesia. Ella misma es vía, vía que conduce a Cristo, vía que lleva a “la Vía”. Es la Odighitria, aquella que indica la vía, como bien aparece rafigurado en la iconografía. Queremos sguir esta “peregrinación” de María ofrecida por los evangelios.
La Biblia es un libro lleno de caminos y de viajes, la historia de Dios y de la humanidad es un encuentro dinámico entre salir y llegar, ir y venir, partir y regresar, entre éxodo y adviento. El caminar de María se coloca en este movimento, en este sistema de encuentro divino-humano, siempre abierto al improviso, a la sorpresa y a la novedad, pero siempre guiado por el viento del Espíritu. El evangelio sobre María, de hecho, se abre con la pequeña ciudad de Nazareth y se cierra con la ciudad de Jerusalén. Los dos lugares son como el espiral donde la tierra se abre al cielo, come el trampolín donde la casa abre la puerta a un camino. En las dos irrumpe la “potencia del Altísimo”. En la primera el Espíritu desciende silenciosamente como “sombra que cubre” (Lc 1,35), en la segunda  el mismo Espíritu se hace presente a través de un “fragor de viento impetuoso” (Hch 2,1). Hay un especie de “inclusión pneumatológica” maravillosa. De un lugar al otro se desarrolla la gran aventura no solo de María, sino de toda la humanidad que camina al encuentro de un Dios soprendente.
Sabemos que en los evangelios los fragmentos explícitos concernientes a la madre de Jesús son pocos, y sus palabras aún más escasas, apenas seis: con excepción del canto del Magnificat sus palabras se limitan a una frase. Sin embargo son textos de una extraordinaria densidad y colocados en puntos cardinales de la historia de la salvezza. La imagen bíblica de María tiene para mí, de nacionalidad china, algo similar a una pintura en seda que tiene características típicas: pocas pinceladas, mucho espacio en blanco, colores tenues, contornos no definidos totalmente, sujetos simples y sin pretensiones, atmósfera de un sagrado silencio. Las pocas pinceladas caen armoniosamente en lugares apropiados y dan energía; gracias a ellas también el espacio blanco toma un denso significado. Toda la obra invita a trascender, a lanzarse hacia el infinito, a expiar el misterio, a hacer experiencia del más allá, a dilatarse en lo más hermoso. Los pocos fragmentos evangélicos sobre María forman, con todo el espacio blanco que los circundan, un todo armónico, dinámico, fascinante. De Maria numquam satis: no solo el hablar de María es insaciable, sino también la contemplación de los pocos elementos evangélicos sobre María no tienen tampoco fin. Las reflexiones que propongo aquí son fruto de una de las infinitas contemplaciones de esta bella obra de Dios, una contemplación hecha también un poco con el ojo femenino y asiático, e incluso, con un corazón salesiano. Son articulados en siete puntos.

1. Del «quomodo fiet» al «fiat»

Contemplamos a María en el momento en que recibe al improviso el anuncio del ángel. Al mensaje sorprendente de Gabriel la respuesta de María no se convierte en instantánea e irreflexiva. Su primera reacción es aquella del turbarse, típica de quien es consciente de encontrarse de frente a algo que lo trasciende infinitamente, a una novedad a la cual no es capaz de acoger de una vez el sentido. Se trata de una duda que viene no de la incredulidad, sino del estupor de frente a la desproporción entre la grandeza de la propuesta y la limitación efectiva de la capacidad de realizarla. Es la actitud del humilde y del reflexivo, de quien es conciente de la propria pequeñez y si acerca al misterio con timidez y discreción, atento a penetrar el sentido. Es el sentimiento del pobre que sabe maravillarse de fronte a los dones gratuitos. 
La segunda reacción de María es una objeción. María invoca luz: Quomodo fiet istud? (“¿Cómo sucederá esto?”) y manifiesta el dilema de su querer responder, pero sin saber cómo. Ella pregunta a Dios qué cosa deberá hacer para estar en grado de obedecer. El espíritu de María es como aquel del salmista cuando rezaba a Dios diciendo: “Hazme conocer la vía de tus preceptos y yo meditaré tus maravillas” (Sal 119,27).
Después que el ángel le aseguró que es el Espíritu quien dilata su pequeñez, la potencia y la engrandece, María acepta con plena disponibilidad, pasando así del quomodo fiet, “como sucederá”, al fiat, “se cumpla”. El fiat de María, como aquel enseñado por Jesús en el Padre nuestro- “Se haga tu voluntad en el cielo como en la tierra” (Mt 6,10)- es una abandono confiado y un deseo gozoso de realizar la voluntad de Dios. Con su fiat ella recapitula en sí todo el grupo de desobedientes en la fe del Antiguo Testamento e inaugura el nuevo pueblo, pronto a escuchar la voz de Dios que ahora, en la plenitud de tiempo habla por medio del Hijo.
La dinámica del camino interior de María resulta todavía más clara si se toma en consideración el hecho narrado en Lucas entre las dos anunciaciones: a Zacarías (1, 5-22) y a María (1, 26-38). Zacarías, anciano y estimado, sacerdote, hombre justo, representante ideal de la religiosidad judía, encuentra el ángel en Jerusalén, en el templo, durante el culto. Hombre santo, lugar santo, tiempo santo: todo resalta la sacralidad y la solemnidad del evento. María, en cambio, una desconocida muchacha de Nazareth, ciudad despreciada, de donde no podría venir nada bueno (cf. Jn 1,46), encuentra el ángel en la simple cotidianidad doméstica. Pero Dios cambia las posiciones. El ángel entra “donde ella”: es María, en realidad, el templo del Altísimo. Ella “ha encontrado gracia delante de Dios”, el don divino llega a ella gratuitmente, no a causa de su observancia de la ley o en respuesta a su oración, como en el caso de Zacarías. También la conclusión de estos fragmentos es diversa: Zacarías se encierra en su mudismo, se aisla, porque no acoge con todo el corazón el diseño de Dios y no se deja transformar con pasión, por eso no puede ni hablar. María, en cambio, cree; se abre a colaborar con Dio en la salvación del mundo. En la tradición iconográfica María es representada como la platytera (del griego más amplia), la pequeñez que hospeda el infinito. Aquel che los cielos no pueden contener toma dimora en su seno. Es el Espíritu que la hace “amplia”, la fecunda, la llena de gracia, la recarga de dinamismo y pasión. Esto se ve en el hecho de que al episodio de la anunciación sigue aquel de la visitación. Por eso la expresión: “el ángel la dejó”, y sigue inmediatamente: María «se puso en viaje de prisa” (Lc 1,38-39).

2. «Caminar de prisa» y «conservar todo en el corazón»

La prisa del camino hacia Ain Karim como también la disponibilidad en la boda a Caná, muestran el estilo activo, intraprendente, creativo de María. Su ir rápidamente es imagen de la Iglesia misionera que de una vez después de Pentecostés, revestida del Espíritu Santo se pone en camino para difundir la buena nueva hasta los últimos confines de la tierra. Pablo conosce bien esta experiencia: “Es el amor de Cristo que lo empuja” (2 Cor 5,14).
María no mira las distancias, los posibles peligros, no calcula el tiempo, no mide la fatiga. El ardor en el corazón le pone alas a sus pies. Ella se siente motivada por aquel Dios que lleva dentro. Su caminar no es solo un movimiento externo: es una ir en el Señor, partir desde él, un viajar llevándolo dentro de sí. Es la fuerza interior que mueve, dirige, circunda y da sentido a la acción exterior: es el silencio que madura la palabra. Ella une la contemplación en el encuentro con el misterio a la concreta acción de la experiencia del servicio, funde en armonía el más grande viaje frente a Dios, y el más grande realismo frente al mundo y a la historia. 
A la solicitud y al trabajo externo corresponde una actividad viva internamente. María “conserva todas las cosas en el corazón” (Lc 2, 19.51). Lucas ha querido resaltar la actitud reflexiva y sabia de María frente al misterio repitiendo esta frase dos veces. Es una expresión que abre profundas espirales en la vida interior de María. Ella, Virgen sabia, Virgen de la escucha, es una mujer del corazón grande, capaz de conservar las “grandes cosas” operadas por parte de Dios en ella en la historia, capaz de hacer memoria de las maravillas de Dios, capaz de relacionar dentro de sí el pasado con el presente, transformando todo en semilla de futuro. Ella no entiende de una vez todo, sin embargo hospeda todo en su corazón, se abre al misterio dejándose envolver y respetando los ritmos de la revelación histórica de Dios.

Jesús enseñará este actitud reflexiva de María a sus discípulos: “Pero yo les digo estas cosas para cuando sucedan, recuerden que se las he dicho” (Jn 16,14). “La semilla que cae en tierra buena son aquellos que después de haber escuchado la palabra con corazón bueno y perfecto, la ciudan y producen frutos con su perseverancia” (Lc 8, 15).
Los discípulos de Jesús deben aprender de María, Maestra sabia, el secreto de la unificación vital entre interioridad y actividad, entre ser y hacer, entre creer y operar, entre oración y trabajo, entre memoria y creatividad, entre concentración y difusión de la palabra de Dios, entre “conservar todo en el corazón” y “caminar de prisa”, entre acoger el dono de Dios y el hacerse dono de Dios para los demás.

3. «Ver un signo» y «ser signo»

María parte de Nazareth y se pone en camino detrás de un “signo” recibido del ángel: “Mira Isabel, tu pariente, que en su vejez ha concebido un hijo” (Lc 1, 36). En la modesta casa del sacerdote Zacarías, la anciana Isabel espera el hijo, don de una gracia sorprendente. Este hecho debe ser para María una prueba de la potencia de Dios para quien “nada es imposible” (Lc 1, 37)
Cuando Sara, mujer de Abraham, reía incrédula en su interior ante la imposibilidad de dar a luz un hijo en su vejez, el Señor le hace esta pregunta: “¿Hay algo imposible para el Señor?” (Gn 18, 14). Isaías invita al pueblo cansado por el sufrimiento a confiar que en Dios todo se puede: “No es tan corta la mano del Señor para no salvar, ni duro es su oído para no escuchar” (Is 59, 1).  

María camina hacia la montaña animada por la confianza en Dios. Como se dirá después en el canto gozoso del Magnificat, el Señor es para ella “Salvador”, “Omnipotente”, un Dios que “se recuerda de su misericordia” y dándola “de generación en generación sobre aquellos que lo temen” (Lc 1, 47. 49-50).

La confianza de María esta reforzada por el “signo” que Dios le ha ofrecido, pero en realidad, ella misma es un signo de Dios dado a la humanidad, “un signo de esperanza y de consolación” (Lumen Gentium 68). María, de hecho, señala la aurora que precede el surgir del sol, señala el inicio de la salvación en la historia, señala “la plenitud del tiempo” (Gal 4,4). Mientras Isaac, el hijo de Sara, y Juan, el hijo de Isabel, llevan el mensaje que Dios lo puede todo, el hijo de María es el Dios que lo puede todo, el Dios omnipotente que se hace hombre débil y escondido.
En el camino de fe de María, hay una circularidad entre el descubrir el signo de Dios en los otros y el ser signo de Dios para los otros. Se trata de la marvillosa solidaridad entre los creyentes. El encuentro de María con Isabel revela el esplendor de su belleza.

María e Isabel: dos mujeres en camino hacia el futuro del fruto de su seno, dos mujeres que cuidan dentro de sí un misterio inefable, un milagro estupendo. La consciencia de ser objeto de una particular predilección de parte de Dios las une, la misión común de colaborar con Dios para un proyecto grandioso las entusiasma y las hace proclamar en bendición y en canto de acción de gracias, la experiencia de la maternidad prodigiosa las hace solidarias. El prodigio de Dios en Isabel es para María un “signo” que la ayuda a pronunciar su fiat; el prodigio de Dios en María es “signo” para Isabel, un signo que suscita en ella un confesión de fe. Así las dos mujeres son, una para la otra, lugar donde descubren a Dios, epifanía de su grandeza y motivo por el cual alabarlo y agradecerle. Reconociéndose recíprocamente “signos” de Dios, su comunicación, densa de intuición y de intensidad profunda, permeada por el respeto al misterio, se hace bendición, se hace canto y poesía. El paralelo recíproco hace surgir la profecía común, animada por la fuerza del Espíritu. Juntas, las dos, llegan a ser signo de la solidaridad de Dios con toda la humanidad.

4. Del fiat al magnificat

Mientras María recorre de prisa las vías tortuosas de la montaña, dentro de ella surge un itinerario interior de fe que va más allá de la adhesión dócil del fiat a la explosión gozosa del Magnificat, del ser visitada por Dios al ser visita de Dios para los demás.
Subiendo la montaña María siente de no estar sola. El Hijo de Dios está presente, escondido en ella. El saludo del ángel en Nazareth “el Señor está contigo”, que María había fatigado a comprender, ahora se hace experiencia real y convicción profunda. María, Madre del Dios-con-nosotros es ahora el arca de la nueva alianza, la nueva dimora de Dios, nueva transparencia de la presencia divina entre los hombres, nuevo motivo de gozo para todos.


Con su caminar por las vías incómodas para llegar a casa del otro, María inaugura el estilo de Dios, el estilo del “salir”, el estilo del servicio, de la kenosis, de la solidariedad hacia quien tiene necesidad. En ella el Dios encarnado se hace el Dios que entra en la trama humana y llena la esfera del cotidiano. La salvación adquire tonalidad doméstica: “Hoy debo entrar en tu casa”, “Hoy la salvación ha entrado en esta casa” (Lc 19, 5.9): aquello que Jesús dirá más tarde en el encuentro con Zaqueo es de algún modo realidad anticipada por medio de María.
María lleva gozo y esperanza. Desde Galilea a Judea ella recorre el mismo tramo de camino que más tarde hará Jesús. Caminando de prisa por los montes, ella evoca el célebre texto profético: “¡Cómo son hermosos sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la buena noticia..!” (Is 52, 7). La buena noticia llevada por María emana gozo contagioso, hace exhaltar un niño en el seno materno, hace feliz a dos ancianos: “Los jóvenes y los viejos gozarán. Yo cambiaré su tristeza en gozo, los consolaré y los haré felices” (Jer 31, 13). Los niños que nacen y los ancianos que llegan a una plenitud de vida se encuentran y se unen alabando a Dios “amante de la vida” (Sap 113, 9).
A lo largo de toda la vida de María se continúa a multiplicar y a difundir por todo el gozo puro del cual ella es inundada, aquel gozo que viene del saludo del ángel: “¡Alégrate María!” y ha hecho más íntimo y profundo su fiat. Al nacimiento de Jesús este gozo se expande a los pastores de Belén a través del anuncio del ángel: “Les anuncio una grande alegría, que será para todo el pueblo” (Lc 2, 10). Llevando Jesús en el templo María aún hace alegrarse al anciano Simón y a la profetisa Ana. En Caná, el gozo no falta en el banquete de la boda gracias a la intercesión de María ante su Hijo. A María, portadora de la Buena Nueva y madre del Dios del gozo, se podría aplicar la palabra del salmista: “Tu pasaje deja abundancia… todo canta y grita de gozo” (Sal 65, 12-14). Del fiat al magnificat se convierte en itinerario ejemplar de cada cristiano que cumple su peregrinación de la fe pasando de la adhesión inicial al proyecto de Dios al pleno gozo de la belleza de este proyecto, a través de una gradual “subida”: el servicio, la gradualidad del cotidiano, el ir con solicitud hacia quien tiene necesidad, el encuentro de amistad, el esfuerzo misionero en el llevar a Jesús a casa de los demás, el anunciar la buena nueva con gozo suscitando el gozo de salvación en la juventud que se abre a la vida.

5. «Envolverlo en pañales» y «buscarlo con ansia»

En el fragmento del nacimiento de Jesús Lucas reporta el gesto delicado de María: “Dió a luz su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo puso en el pesebre” (Lc 2, 7). Es un gesto simple que denota todo el afecto materno y respetuoso de María hacia este pequeño niño que es el hijo de Dios e hijo suyo. El ángel que anuncia la buena nueva del nacimiento del niño a los pastores les dará esto como signo: “encontrarán un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2,13). Veinte siglos han pasado y todavía hoy en nuestras escenas natalicias el niño se presenta con este signo del amor de la madre.

En Belén María, junto a José se encuentra rodeada en este misterio, escondido desde siglos en la mente de Dios y ahora haciéndose realidad delante de sus ojos: “El Verbo se hizo carne y vino a habitar entre nosotros” (Jn 1, 14). María y José son los primeros testimonios de este nacimiento, esto ocurre en condiciones humildes y pobres, primer paso de aquella “kenosis” (cf Fil 2, 5-8) que el Hijo de Dios libremente escoge para la salvación de toda la humanidad. Y este niño es confidado al ciudado y a la educación de ellos. El verdadero amor de la madre, expresado en el momento del nacimiento, acompañará al hijo en cada fase de la vida.

El largo período de la vida escondida en Nazareth durante el cual Jesús se prepara a su misión mesiánica, es resumido en Lucas con pocas palabras. Él narra un solo episodio de la vida de Jesús adolescente: aquel de la Pascua en Jerusalén, cuando Jesús tenía doce años. La narración es enmarcada por dos versículos que resaltan la idea del crecimiento de Jesús: “El niño crecía y se fortalecía, lleno de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él” (Lc 2, 40). “Jesús crecía en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 2, 52). El viaje de Jesús a la ciudad santa a los doce años señala una etapa del crecimiento de Jesús: es la anticipación de otro viaje a Jerusalén, que culminará en su Pascua.

El episodio señala también el crecimiento de la madre. Encontrado Jesús en el templo después de tres días, María le pregunta: “Hijo, ¿Por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo, preocupados, te buscábamos?” (Lc 2, 48). En el “por qué” de María está el resumen de tantos por qué de la humanidad de frente al Dios misterioso: su ansia indica la angustia de tantas personas que buscan con fatiga a Dios.  A la pregunta de la madre, Jesús da por respuesta otras dos preguntas: “¿Por qué me buscaban? ¿No saben que debo ocupare de las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49). Él tiene un “deber” en el diseño del Padre: con su crecimiento en edad y en sabiduría él crece sobre todo en la consciencia de su misión. También María debe crecer en la acogida de la identidad de Jesús -este hijo que ella ha envuelto en pañales en su nacimiento no es solo su hijo- y crece siendo consciente de ser también ella depósito del misterio de Dios; lo sabía desde el momento del anuncio del ángel, pero ahora aparece más vivo y real, al mismo tiempo, más duro y más incomprensible. Junto a su Hijo también María tiene un “deber” en relación a las cosas del Padre. Madre e Hijo crecen juntos en el recíproco sostén para realizar el diseño del Padre.

6. Del fiat al facite

María llega a ser Madre de Dios porque ha “creído en que se cumplirían las palabras del Señor” (Lc 1, 45): es la interpretación del fiat de María hecho por Isabel bajo la inspiración del Espíritu Santo. A ella hace eco Agustín cuando dice: “María, llena de fede, concibió a Cristo antes en el corazón que en su seno”. A la plenitud de gracia de parte de Dios corresponde la plenitud de fe de parte de María.

Abandonada en Dios completamente, empeñada en ir avanzando constantemente en la “peregrinación de la fe”, María se ha sintonizado lenta y profundamente con Dios. Por su viva fe ella llega a una fuerte armonía con él, a un acostumbrarse del todo a la esfera divina, llega a tener una profunda intuición del pensamiento de Dios, a saber discernir espontáneamente su voluntad, a sentir palpitar dentro de sí el corazón de Dios. La carta a los Hebreos, elogiando la fe de los antepasados de Isarael, dice de Moisés que vivió “como si viera el invisible” (Heb 11, 27). Así mismo, Pablo tuvo un grado de unión con Cristo de poder decir “No soy yo quien vivo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20), afirma sin retórica y sin vanagloria: “Nosotros tenemos el pensamiento de Cristo” (1 Cor 2, 16). Todo esto puede ser dicho de María. En Caná de Galilea la encontramos así, simple, discreta, confiada junto a su Hijo, segura de ser escuchada porque íntimamente sintonizaba con él.

En Caná María reviste un rol profétio. Es “portavoz de la voluntad de Dios, indica aquellas exigencias que deben ser satisfechas hasta que la potencia salvífica del Mesías pueda manifestarse” (Redemptoris Mater 12). Las dos palabras pronunciadas por María en Caná: “No tienen vino” (Jn 2, 3) y “Hagan lo que él les diga” (Jn 2, 5) ponen en evidencia esta dimensión. María lee en profundidad la historia humana, individualiza los problemas todavía escondidos, recoge los gemidos que aún no se han verbalizado, acoge el sufrimiento todavía sin nombre. Ella descubre el nudo esencial del caos y lo presenta a su Hijo, el único que lo puede desenredar (Es la imagen que al Papa Francisco le gusta tanto: María que deshata los nudos, puede encontrar un fundamento bíblico aquí). Es quien prepara a los siervos a la acogida de la ayuda divina con una indicación segura.

“Hagan lo que él les diga” es una de las pocas expresiones pronunciaas por María en el Evangelio, la única dirigida a los hombres, que por eso, con razón, viene considerada “el mandamiento de la Virgen”. Es también su última palabra registrada en el Evangelio, casi un “testamento espiritual”. Después de esto María no hablará más, ha dicho lo esencial abriendo los corazones a Jesús, él solo tiene “palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). En esta expresión de María se perciben los ecos de la fórmula de la alianza sinaítica. A conclusión de la alianza el pueblo promete: “Aquello que el Señor ha dicho, nosotros lo haremos” (Ex 19,8; 24, 3.7; Dt 5,27). María no solo personifica Israel  obediente a la alianza, sino que también ella induce a la obediencia, ahora no ya a la alianza, sino a Jesús, de quien toma inicio una nueva alianza y un nuevo pueblo. Esto emerge con mayor evidencia si se lee esta palabra de María en paralelo con las últimas palabras de Jesús resucitado en el Evangelio de Mateo: “Hagan discípulos a todos los pueblos… enseñandoles a observar todo aquello que les he mandado” (Mt 28, 19).
María conduce a seguir a Jesús, a obedecer su palabra y a consideraro come referencia absoluta. María ayuda a formar la comunidad nueva de Jesús, mejor dicho, ayuda a Jesús a tener amigos en el sentido que Él mismo ha dicho: “Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando” (Jn 15,14).

El “Hagan lo que él les diga” pronunciado por María no es una invitación teórica, abstracta, sino es una exhortación madurada por la experiencia personal. La palabra llega al corazón y a la vida del interlocutor solo si viene del corazón y de la vida de quien habla. María, experta en la confianza en la palabra de Dios, ahora puede ayudar a otros a hacer lo mismo. Su fe es contagiosa: el fiat vivido por ella en profundidad se convierte en un facite convincente dirigido a los demás.
Del fiat al facite: solo una profunda armonía con Dios y una sabia comprensión de la realidad del mundo pueden dar eficiencia a nuestras palabras y acciones. El facite con el cual ayudamos a los demás, en particular a los jóvenes, debe salir siempre del nuestro fiat personal de encuentro con Dios.

7. Del «Concebirás un hijo» a «He ahí a tu hijo»

María, la Theotókos, la Madre de Dios, es la epifanía de uno de los misterios, de las paradojas más altas del cristianismo, de las sorpresas del amor más desconcertantes de Dios hechas a la humanidad. La experiencia única y prodigiosa de generar en la carne el Autor de la vida ha llenado de estupor a la misma María. Su Magnificat es, de hecho, toda una exclamación de maravilla y de gozo: “Grandes cosas ha hecho en mí el Omnipotente”. Isabel, se relaciona con ese mismo estupor, y la llama “madre de mi Señor”. La Iglesia reconoce en este misterio el primero y fundamental dogma de María y por los siglos lo contempla en la liturgia. Un antiguo responsorio de Navidad exclama así: “Aquello que los cielos no pueden contener, ha venido en tus entrañas, hecho hombre”. Ni el razonamiento conceptual, ni los himnos y ni las poesías, ni los sonidos y ni la música, ni los colores y ni el arte pueden agotar la gradeza de este misterio.
El ser madre para María no es una identidad estática que se adquiere una vez y para siempre. En su “peregrinación de la fe” ella ha hecho un camino de crecimiento y de maduración en su maternidad viviendo toda la gama de sentimientos maternos. Está la espera silenciosa en contemplar la lenta revelación del secreto dentro de sí, el gozo íntimo en su nacimiento y el dulce amor hacia el hijo nacido, la satisfacción y la valentía al presentarlo a los pastores y a los magos. Está el dolor de la fuga y del exilio para proteger y salvar la vida de aquel que es la Vida del mundo. Está la dulzura de la intimidad en los años de Nazareth. Está la experienia difícil y desconcertante de la pérdida de Jesús en el templo. También en el curso de la vida pública de Jesús la unión de la madre con el hijo continúa desarrollándose y profundizándose. Con sobriedad y discresión María está presente “no como una madre celosa en su propio Hijo divino, sino como una mujer que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo y en la cual su función materna se dilató, asumiendo en el Calvario dimensiones universales” (Marialis cultus 37).

Como la “peregrinación de la fe” culmina para María en el evento pascual del Hijo, así también su camino de maternidad. Juan Pablo II habla de una “nueva maternidad de María” que es “fruto del nuevo amor” que maduró en ella definitivamente a los pies de la cruz, mediante su participación al amor redentivo del Hijo” (Redemptoris Mater 23). Ya Agustín hablaba en modo análogo reflexionando sobre María: Madre no solo de la Cabeza, sino también de los miembros del cuerpo místico de Jesús generados desde su muerte redentiva. Levantado en la cruz, el Hijo de María se revela “el primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8,29); en torno a él se reunirán en unidad todos “los hijos dispersos de Dios” (Jn 11, 52), y María se descubre madre de una multitud de hijos. Es Jesús quien se los confía. En Nazareth María había iniciado su camino de maternidad aceptando el proyecto misterioso de Dios: “Concebirás un Hijo”; ahora es este Hijo quien le propone una nueva maternidad universal. En Caná, María se había puesto en medio haciendo la mediadora entre su Hijo y los hombres, ahora es su Hijo quien hace de mediador entre ella y los hombres diciéndole: “¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!”. El fragmento de Juan termina: “Y desde  aquel momento el discípuo la recibió en su casa” (Jn 19, 27). Desde aquel momento, entra la humanidad redenta que acoge a la Madre, María acoge cada hijo confiado personalmente por su Hijo y lo introduce en su corazón materno para siempre.
Después de la ascensión de Jesús Ella ejercita su maternidad realizando la voluntad de su Hijo. Lucas nos ofrece un bellísimo fragmento al inicio de los Hechos: después de la ascensión de Jesús los once apóstoles  regresaron a Jerusalén en espera del Espíritu Santo prometido y “eran asiduos y concordes en la oración, junto con algunas mujeres y con María, la madre de Jesús y con los hermanos de él” (Hch 1, 14). Lucas entiende poner en luz la continuidad entre el Jesús histórico, nacido por obra del Espíritu Santo con la colaboración de María, y el nacimiento de la Iglesia por obra del mismo Espíritu y con la misma colaboración de María. Aquella, que ha concebido el Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo, ahora “concibe” el cuerpo místico de su Hijo en la acogida del Espíritu. La Madre, que ha acompañado a Jesús en su camino terreno, ahora acompaña a la Iglesia en su peregrinaje en el mundo y en la historia.

Conclusión

Asociar la “peregrinación” de María a nuestra experiencia salesiana es una cosa espontánea. En la preparación de esta propuesta de reflexión emergían continuamente en mi mente evocaciones de la vida de Don Bosco, de Madre Mazzarello y de tantos hermanos y hermanas de la Familia Salesiana. La sintonía entre el espíritu de María y el espíritu salesiano es fuerte y no puede ser diversamente, dado que María es la Madre e la Maestra de la Familia Salesiana. No tento aquí de ilustrar una comparación por temor de renovar la belleza armónica, y espero que las palabras dichas no invadan demasiado aquel espacio blanco, espacio lleno de potencialidad, de estupor, de descubrimintos, de impulso y de renovada pasión.  


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